Por Juan Pablo Elverdín, de la redacción de NOVA.
Algunos hechos marcan hitos en la historia de un país. Mucho más cuando se trata del abuso del aparato represivo del Estado en contra de grupos de personas indefensas o totalmente en desigualdad de condiciones. Claro que el hito se generará siempre y cuando las clases dominantes lo permitan, a través de la historia oficial, o cuando los grupos subalternos logren, manifestación social mediante, un reconocimiento de esos acontecimientos.
En la historia argentina hay varios hitos que tienen como protagonistas al pueblo y al Estado. Algunos, reconocidos y contados por esa historia oficial, y otros, que solo circulan en pequeños grupos que intentan contar la otra parte de los hechos.
Bien sabido es que, por ejemplo, la última dictadura militar, durante la cuál los usurpadores del Estado lo utilizaron para masacrar a miles de ciudadanos (la mayoría indefensos) es ya reconocida como un acto criminal desde la utilización de las herramientas del propio Estado. Eso sí, debieron pasar varios años para que la sociedad toda aceptara esa historia que, pese a ser ocultada durante bastante tiempo, terminó siendo catalogada como “oficial”.
Otros hechos, sin embargo, aún hoy permanecen ocultos detrás de los intereses de los sectores políticos dominantes, con todo el aparato mediático puesto a su servicio, y con buena responsabilidad del Estado también. Es el caso de las muertes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Se sabe, claro, que ambos resultaron muertos en los disturbios ocurridos durante el 26 de junio de 2002, tras un “enfrentamiento” entre la policía y grupos “piqueteros”. Sin embargo, todavía la historia oficial no ha aceptado estas muertes como consecuencias de la utilización violenta del aparato represivo del Estado por parte de quienes tampoco (como en 1976) habían sido elegidos para estar al frente del país.
A 8 años de los asesinatos en la estación Avellaneda, sólo los grupos de compañeros de los dos luchadores sociales fallecidos han mantenido en alto la bandera de la justicia y la verdad. Ni desde la clase política, ni muchos menos desde los grupos mediáticos concentrados, se ha permitido que efectivamente la justicia actuara como sí lo está haciendo (por suerte) con los genocidas de la última dictadura.
El máximo responsable, el por entonces Presidente interino Eduardo Duhalde, hoy aparece como un demócrata capaz de salvaguardar el futuro del país de vaya a saber bien que plaga futura. Incluso varias veces se ha escuchado decir que la historia le reservará páginas de gloria. Claro, esa historia oficial que escriben quienes vencen, quienes detentan el poder verdadero.
Fue Duhalde el que ordenó a la policía reprimir con balas de plomo aquella gran movilización preparada con varios días de anticipación por movimientos sociales, que representaban a los más jaqueados por una crisis generada por un proyecto político-económico, del que el propio Duhalde (como tantos otros que hoy dicen estar “con el pueblo”) fue protagonista. Para argumentar esta afirmación, sólo basta recordar que, además de los dos asesinatos en la Estación Avellaneda , hubo 33 heridos de balas de plomo, cuando se sabe que la policía jamás debe utilizar este tipo proyectiles, si lo que quiere realmente es disuadir.
El mismo Duhalde que, mese más tarde, criticaba la forma en que la Justicia detenía a la dueña de Clarín, Ernestina Herrera de Noble, por considerarla “abusiva y ultrajante”.
Pero, por supuesto, Duhalde no fue el único al que la historia oficial lo ha resguardado. Sin ir más lejos, el actual Jefe de Gabinete de la Nación , Aníbal Fernández, tal vez uno de los más enérgicos defensores de los juicios que el kirchnerismo ha emprendido contra los jerarcas genocidas de antaño, fue un fiel impulsor de aquel fallido intento del Gobierno de entonces de querer imponer nuevamente un Estado de mano dura. Fernández era por entonces el Secretario General de la Presidencia , y fue el encargado de intentar desligar al gobierno de los hechos, buscando la criminalización de los manifestantes ante la opinión pública.
Por supuesto que siguen las firmas. Felipe Solá, por ejemplo, por entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, se “hizo el boludo”, como lo marca su trayectoria política.
Y que decir de las grandes empresas periodísticas. Como para muestra sólo basta un botón, no hay que olvidar nunca la tapa del “Gran Diario Argentino”, que, teniendo la secuencia fotográfica que ponía al descubierto los asesinatos, prefirió ocultar la verdad para titular, lacónicamente, que “La crisis causó otras 2 nuevas muertes”. Ellos, justamente, que durante la discusión por la nueva ley de medios quisieron mostrarse como los garantes de una libertad de prensa inexistente.
Lo cierto es que, a 8 años de los asesinatos de Kosteki y Santillán, la historia todavía sigue amparando a quienes fueron los máximos responsables políticos de los hechos. Es necesario, para continuar en la senda de un país que honra su memoria, y que busca justicia, que efectivamente se los juzgue, de la misma forma que se lo ha hechos, de manera honrosa, con los militares genocidas.
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