Por Esteban Rodríguez (*).
Parafraseando a Antonin Artaud voy a decir que a Candela la mataron los medios. Cuando digo los medios no estoy pensando solamente en los empresarios que financian las coberturas de sus trabajadores, sino también en los movileros y camarógrafos, en los presentadores de noticias y en cada uno de aquellos periodistas o editores que, sin saber nada sobre el tema no ahorraron palabras para explicar lo que no entendían, lo que no sabían y lo que no podían ni debían decir, al menos en ese momento: cuando había una niña que no aparecía.
El caso Candela no es un caso aislado, una cobertura similar, ensayaron los medios meses atrás en la ciudad de Ayacucho, cuando una madre había denunciado que su hija había muerto después de un robo a su casa. Los vecinos se enardecieron, más aún cuando los medios de Buenos Aires llegaron hasta el pueblo a cubrir los hechos. Casi quemaron la casa del intendente. Las cámaras estaban ahí no para cubrir los hechos sino para avivarlos. Eso se llama periodismo de agitación, una de las tareas que Lenin proponía para el periodismo. Y como dije alguna vez, sabido es que Lenin fue apropiado por el diario Clarín. No voy a referirme a esto que aborde en el libro “Contra la prensa” (editado por Colihue en 2001). El punto es que después la madre se arrepintió y dijo que no había habido ningún robo. Pero para entonces, la noticia ya había ganado el país: “otra víctima de la inseguridad”.
La cobertura en el caso Candela no es un hecho aislado, detrás hay una gimnasia periodística que ya lleva dos décadas. Se sabe, en un contexto de descreimiento de las instituciones judiciales, cuando los periodistas son referenciados por la opinión pública en general como la agencia donde presentar los problemas, los medios empiezan a disputar el sentido de verdad que antes monopolizaron los tribunales. Es lo que llamamos hace más de diez años atrás “Justicia mediática.” (Editado por Ad-Hoc en el 2000) Los periodistas no están para informar sino para presionar sobre el sentido de verdad que está en juego en cada uno de aquellos acontecimientos que no sólo representan sino que contribuyen a producirlo.
En el caso de Candela los periodistas no sólo aventuraban hipótesis que se sostenían en los prejuicios del barrio o el sentido común de la sociedad, sino que no dudaron en entrevistar a los compañeritos del colegio de Candela para preguntarles sobre la relación entre Candela y el padre preso. Los periodistas no sólo se apostaron en la puerta de la casa de Candela sino en la fiscalía. De esa manera seguían al fiscal en cada uno de los operativos que éste disponía.
Así llegaron a cubrir los allanamientos y rastrillajes en vivo; bailaron malambo en el terreno donde fue encontrado el cuerpo de Candela; duplicaban cada una de los interrogatorios a los testigos, toda vez que cuando estos salían de declarar de tribunales o la comisaría eran abordados por las cámaras de televisión. Difundiendo imágenes de la niña; su página de Facebook; trascendiendo grabaciones que no habían sido chequeadas ni siquiera por los investigadores. Todo eso lo hacían trasmitiendo en “cadena nacional”. Bastaba que uno cambiase de canal para encontrarse con la misma entrevista enfocada de otro ángulo.
Si a eso le sumamos la demagogia política del gobernador Scioli y su superministro de seguridad y justicia, el caza-recompensas Casal, que acompañaba a los policías en los operativos; si le sumamos la falta de carácter del fiscal para dirigir una investigación que tiene estado público y las infiltraciones que hacía –como siempre- la propia policía… la intromisión periodística tenía vía libre.
Pero hay algo más: la mamá, la madre de la víctima. Esa mamá que fue víctima de un hecho delictivo se transformaría de un día para el otro en víctima de los medios. Porque los periodistas pasaron de su angelización a la culpabilización. De un día para otro, Carola Labrador y su hermana se transformaron en los nuevos chivos expiatorios. Y no solamente ella, sino su marido preso, su entorno familiar, los vecinos y amigos de la familia. Los medios lanzaron sus cámaras contra ellos, los interrogaron y patotearon, y no dudaron en apuntar sobre todo contra la “madre irresponsable”. Que ella ocultaba, que ella sabía, que es un vuelto, una mejicaneada, porque su marido es un buchón de la policía, que aquello y lo otro, etc. etc… entonces, cuando los periodistas piensan en voz alta, cuando la primicia reclama urgencia, vale todo, todo el mundo tiene patente de corso.
En fin, me parece que ha llegado el momento de empezar a debatir la protocolarización de la labor periodística. La muerte de Candela se explica también en la mala praxis periodística. El periodismo no puede quedar librado a los manuales de estilo ni a los código de ética que solo son buenas declaraciones de intenciones. Pero cuidado, que quede bien claro: no estamos diciendo que haya que regular los contenidos o que exista un comité de censura –como reclamaba Rousseau en El Contrato Social- que diga qué se puede decir y qué no. Estamos hablando de que hay que protocolizar el oficio periodístico: Reglar las prácticas periodísticas para ganar en calidad, seriedad y responsabilidad informativa.
Hay que adecuar la práctica periodística a estándares que sean respetuosos de los derechos humanos y la democracia, respetuosos de los derechos de las víctimas y los niños, pero también de los ciudadanos. Porque la democracia, esto es, el debate colectivo, necesita de información chequeada entre varias fuentes para la reflexión entre todos. No se puede “mandar fruta”, hablar al “boleo”. Los periodistas se mueven por la ciudad como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se le van presentando. No sienten la responsabilidad de tener que rendir cuentas a nadie porque tampoco tienen prurito de cambiar de punto de vista a renglón seguido. Periodismo sin planificación y periodismo agorero, periodismo lacrimoso, que cuenta una noticia a fuerza de golpes bajos. Periodismo rotulador y discriminador. Periodismo que se las sabe todas, periodismo psicópata. Periodismo que practica la censura previa cuando hace pasar su punto de vista particular como el punto de vista general, cuando convierte a través de generalizaciones súbitas un caso extraordinario en un hecho ordinario. Periodismo imprudente, que ni siquiera es respetuoso de las instituciones republicanas que tanto dice defender.
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