El resultado de las elecciones presidenciales es acaso el menos sorprendente en casi treinta años de iniciada la transición democrática en la Argentina. El casi 54% obtenido por Cristina Fernandez de Kirchner estuvo prefigurado durante meses por las proyecciones de las encuestas y sus repercusiones sobre el mapa político apenas modifican el diseño provisorio fijado por las primarias del mes de agosto. Ello no ha bastado, sin embargo, para despejar muchas de las incógnitas que plantea la nueva situación.
¿Cómo explicar la capacidad del oficialismo para remontar el piso del 35% de promedio histórico del peronismo de finales del 2010 hasta la cómoda mayoría absoluta del 23-O? Entre las muchas explicaciones, la más sólida tiene que ver con el extraordinario desempeño del FpV en la provincia de Buenos Aires. La geografía electoral es el aspecto menos atendido de los análisis políticos, pero en este caso los números son contundentes. Los 4,7 millones de votos (56,2%) de la fórmula Kirchner-Boudou tienen mucho que ver con los 4.165.549 (55%) obtenidos en su reelección por Daniel Scioli y su holgada diferencia respecto de los 1.200.575 (15,8%) logrados por su inmediato seguidor Francisco de Narváez.
Bajo la gobernación Scioli, el peronismo bonaerense ha trascendido sus baluartes en el Gran Buenos Aires y se ha desplegado a casi toda la geografía social y política de una provincia que vive hoy una verdadera revolución productiva, resultado a su vez, de un proceso de profunda innovación social y económica. Ello explica un voto extendido a las grandes ciudades de la provincia, hasta no hace mucho reactivas a los estilos y posicionamientos del peronismo tradicional. En Buenos Aires, como en ningún otro distrito del país, la Presidenta optó por expresar y liderar una nueva coalición progresista moderada que, al igual que en el 2007, atraviesa transversalmente el espectro político tradicional. Desplazando a referentes clásicos como Eduardo Duhalde, Felipe Solá o Alberto Rodríguez Saá, su propuesta logró sintonizar con las expectativas de una amplia mayoría del electorado independiente. Ello implico escuchar con atención el mensaje del campo en la rebelión del 2008 y aceptar con realismo el dictamen de las urnas en junio del 2009.
En esa capacidad de adaptarse a las nuevas realidades está acaso su mayor ventaja estratégica respecto de los candidatos de la oposición. No podría, en efecto, entenderse el sentido del voto presidencial sin tener en cuenta las dificultades insalvables de la oposición para superar las limitaciones de un diagnóstico inicial erróneo, como el que inspiró las definiciones estratégicas iniciales de sus campañas. Por sobre diferencias de matiz, los candidatos opositores subestimaron gravemente las capacidades del oficialismo para remontar su derrota en las elecciones intermedias de 2009. Recelaron del pronóstico unánime de las encuestas que anunciaban una victoria en primera vuelta de CFK y cuando en las primarias de agosto certificaron el peor de los escenarios posibles, optaron por volverse sobre sí mismos. Se enfrentaron entre sí en una competencia interna absurda e inexplicable que terminó por paralizarlos. Fue una campaña sin ideas ni proyectos.
Olvidando que el principal factor de desconfianza social hacia la política son los internismos insustanciales, terminaron compitiendo en lo que tenían que cooperar y cooperando en lo que tenían que competir. Neutralizaron sus mejores energías,
pasaron a ser parte más del problema que de las soluciones. Lo cierto es que la sociedad argentina votó ante todo gestión y no oposición. En un contexto de esperanza pero también de preocupación creciente, sectores importantes de la sociedad optaron por privilegiar la importancia de los títulos de gestión por sobre cualquier otra consideración. Se votó gobierno, en el sentido más concreto y directo de la expresión. Compromiso con el cambio y no “capacidad de control”. No porque se ignoraran las evidencias de un deterioro y pérdida de calidad creciente de las prácticas gubernamentales. Simplemente, importó más proteger la capacidad de iniciativa de la política para seguir administrando los escenarios imprevisibles de la crisis.
Pocos comparten ya la idea de que la economía argentina está “blindada” a las consecuencias de la crisis. Importó por ello mucho más proteger y potenciar la capacidad de la política para generar iniciativas innovadoras y adecuadas a los nuevos conflictos. Es que, en el fondo, pesa sobre la oposición la sospecha de que, mas allá de la vocación declarada por los equilibrios institucionales, posee más bien una tendencia irrefrenable al ejercicio de la oposición por la oposición misma. Después de todo, muchos de los dirigentes tradicionales se han desentendido desde hace más de dos décadas de las urgencias, necesidades y compromisos de la gestión gubernamental. En los ’90 rechazaron las nuevas condiciones de la globalización, la apertura económica, las privatizaciones y la reforma del Estado y la primacía del mercado. Desde el 2001 hasta la actualidad, rechazaron con igual énfasis el paradigma opuesto, inspirado en el retorno del Estado, las políticas de intervención económica y protección social, la primacía de la iniciativa pública. Se generaron así reflejos de negación respecto de todo lo que pueda indicar compromisos con la gestión efectiva de los problemas de gobierno. Son veinte años de un verdadero exilio interior, de negación sin condiciones a las premisas básicas de una oposición constructiva. Demasiadas deudas acumuladas como para pretender saldarlas en las escasas semanas de una campaña presidencial sin perspectivas ni posibilidades de evitar lo inevitable.
Se abre así un proceso de autocríticas imprescindibles. La lógica de la política tradicional llegó a un punto de no retorno, tanto en los partidos de oposición como al interior del propio oficialismo. De aquí en más, todo depende de las posibilidades siempre abiertas de la política para restablecer las condiciones de una sociedad cada vez más informada, autónoma y exigente.
¿Cómo explicar la capacidad del oficialismo para remontar el piso del 35% de promedio histórico del peronismo de finales del 2010 hasta la cómoda mayoría absoluta del 23-O? Entre las muchas explicaciones, la más sólida tiene que ver con el extraordinario desempeño del FpV en la provincia de Buenos Aires. La geografía electoral es el aspecto menos atendido de los análisis políticos, pero en este caso los números son contundentes. Los 4,7 millones de votos (56,2%) de la fórmula Kirchner-Boudou tienen mucho que ver con los 4.165.549 (55%) obtenidos en su reelección por Daniel Scioli y su holgada diferencia respecto de los 1.200.575 (15,8%) logrados por su inmediato seguidor Francisco de Narváez.
Bajo la gobernación Scioli, el peronismo bonaerense ha trascendido sus baluartes en el Gran Buenos Aires y se ha desplegado a casi toda la geografía social y política de una provincia que vive hoy una verdadera revolución productiva, resultado a su vez, de un proceso de profunda innovación social y económica. Ello explica un voto extendido a las grandes ciudades de la provincia, hasta no hace mucho reactivas a los estilos y posicionamientos del peronismo tradicional. En Buenos Aires, como en ningún otro distrito del país, la Presidenta optó por expresar y liderar una nueva coalición progresista moderada que, al igual que en el 2007, atraviesa transversalmente el espectro político tradicional. Desplazando a referentes clásicos como Eduardo Duhalde, Felipe Solá o Alberto Rodríguez Saá, su propuesta logró sintonizar con las expectativas de una amplia mayoría del electorado independiente. Ello implico escuchar con atención el mensaje del campo en la rebelión del 2008 y aceptar con realismo el dictamen de las urnas en junio del 2009.
En esa capacidad de adaptarse a las nuevas realidades está acaso su mayor ventaja estratégica respecto de los candidatos de la oposición. No podría, en efecto, entenderse el sentido del voto presidencial sin tener en cuenta las dificultades insalvables de la oposición para superar las limitaciones de un diagnóstico inicial erróneo, como el que inspiró las definiciones estratégicas iniciales de sus campañas. Por sobre diferencias de matiz, los candidatos opositores subestimaron gravemente las capacidades del oficialismo para remontar su derrota en las elecciones intermedias de 2009. Recelaron del pronóstico unánime de las encuestas que anunciaban una victoria en primera vuelta de CFK y cuando en las primarias de agosto certificaron el peor de los escenarios posibles, optaron por volverse sobre sí mismos. Se enfrentaron entre sí en una competencia interna absurda e inexplicable que terminó por paralizarlos. Fue una campaña sin ideas ni proyectos.
Olvidando que el principal factor de desconfianza social hacia la política son los internismos insustanciales, terminaron compitiendo en lo que tenían que cooperar y cooperando en lo que tenían que competir. Neutralizaron sus mejores energías,
pasaron a ser parte más del problema que de las soluciones. Lo cierto es que la sociedad argentina votó ante todo gestión y no oposición. En un contexto de esperanza pero también de preocupación creciente, sectores importantes de la sociedad optaron por privilegiar la importancia de los títulos de gestión por sobre cualquier otra consideración. Se votó gobierno, en el sentido más concreto y directo de la expresión. Compromiso con el cambio y no “capacidad de control”. No porque se ignoraran las evidencias de un deterioro y pérdida de calidad creciente de las prácticas gubernamentales. Simplemente, importó más proteger la capacidad de iniciativa de la política para seguir administrando los escenarios imprevisibles de la crisis.
Pocos comparten ya la idea de que la economía argentina está “blindada” a las consecuencias de la crisis. Importó por ello mucho más proteger y potenciar la capacidad de la política para generar iniciativas innovadoras y adecuadas a los nuevos conflictos. Es que, en el fondo, pesa sobre la oposición la sospecha de que, mas allá de la vocación declarada por los equilibrios institucionales, posee más bien una tendencia irrefrenable al ejercicio de la oposición por la oposición misma. Después de todo, muchos de los dirigentes tradicionales se han desentendido desde hace más de dos décadas de las urgencias, necesidades y compromisos de la gestión gubernamental. En los ’90 rechazaron las nuevas condiciones de la globalización, la apertura económica, las privatizaciones y la reforma del Estado y la primacía del mercado. Desde el 2001 hasta la actualidad, rechazaron con igual énfasis el paradigma opuesto, inspirado en el retorno del Estado, las políticas de intervención económica y protección social, la primacía de la iniciativa pública. Se generaron así reflejos de negación respecto de todo lo que pueda indicar compromisos con la gestión efectiva de los problemas de gobierno. Son veinte años de un verdadero exilio interior, de negación sin condiciones a las premisas básicas de una oposición constructiva. Demasiadas deudas acumuladas como para pretender saldarlas en las escasas semanas de una campaña presidencial sin perspectivas ni posibilidades de evitar lo inevitable.
Se abre así un proceso de autocríticas imprescindibles. La lógica de la política tradicional llegó a un punto de no retorno, tanto en los partidos de oposición como al interior del propio oficialismo. De aquí en más, todo depende de las posibilidades siempre abiertas de la política para restablecer las condiciones de una sociedad cada vez más informada, autónoma y exigente.
Autor de Nota: El Estadista (fuente: agencia cna )
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