sábado, 12 de mayo de 2007

¿Quo Vadis?

LA PIEDRA (en su reposo) y la RÉPLICA (trabajo del homus urbano) en camino al Cerro el 12 de Mayo de 2007.

Tengo sobre la mesa en que escribo un pequeño trozo de la piedra sagrada, amuleto civil, cósmica gema. No sé si me sugieren estos sentimientos, el signo de elección que yo intuía para nuestra tierra en su misterio, o la emoción de fatalidad colectiva que la muchedumbre tandileña revelaba, cuando la viera, acongojada, ayer, sobre el monte de la catástrofe. "¡ Pensar que hace dos días estuve aquí con ella ! "-exclamaba una voz anónima ante la desolación de su solio trocado en túmulo, bajo el cielo ya anochecido. La piedra estaba muerta, y sugería al amor de las almas sencillas las cosas que decimos ante las tumbas, como si quisiéramos, ante el abismo de la muerte, asirnos a la sombra, vana también, de nuestros sueños. La esfinge, no ya de nuestras frágiles vidas, sino del mundo y de los seres todos, se alzó desde el silencio de las pampas, ante mi alma, también asida de dolor y de amor, a la piadosa sombra de sus sueños. La Luna era la esfinge que se elevaba desde el silencio oceánico de las pampas. Era una luna tempranera de estío, una luna lírica, una luna redonda y pálida. Parecía que llegaba, solemne y callada como la Isis antigua, a asistir a aquella tragedia de los hombres, y de la Tierra misma, pobre morada de los hombres. Hasta las propias piedras iban a perecer; pero la muchedumbre seguía hormigueando, afanosa, allá en los ásperos flancos de la sierra negra. Yo estaba sobre la roca que fuera el solio de nuestra Draconcia desconocida y sagrada, la piedra oscilante de la Serpiente y de la Luna, y sentía el rumor de la muchedumbre en su flanco y el silencio de la eternidad en su altura. Una emoción atávica y sacerdotal me humedecía los ojos de lágrimas y me preñaba de alientos el pecho. Ante aquella evidencia total de la muerte, la quimera de ideal y de amor obstinábase en mi alma; cuando, de pronto, hipnotizado ante la cara impávida de la Luna, vi que mi alma emprendía, ella también, su vuelo de ilusión a las estrellas, sintiendo abrirse desde sus hombros icáreos, hasta el meridión y el septentrión, como dos formidables alas, las dos mitades de la noche.

Ricardo Rojas, La piedra muerta, 1912.

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