viernes, 20 de diciembre de 2013

Capusoto en Tandil, y de paso, una nota del inefable El Hage (escriba del lunghismo) sobre viudas y velorios en el pueblo

Nota: Imperdible noticia en la Aldea: Capusoto en Tandil. Se lo ve tomando café en La Vereda (ámbito filo radical) junto al abogado Armando Galli. Y de paso agregamos la mejor nota de la semana. Una del inefable escriba del Intendente, don Elías El Hage, que nos deleita con historias bizarras de la comunidad serrana, bajo el seudónimo Melquíades Kafka. Ambas publicadas en el Portal El Diario de Tandil, espacio de noticias y comentarios que expresan las opiniones del lunghismo local y de vez en cuando algún radical sin "ismos".



Capusoto en Tandil, junto al colega Galli, en la Vereda

(Por Melquíades Kafka) “A usted que le gusta contar historias, escuche ésta…”, dice, en la cola del supermercado, un hombre mayor, de gorra, y trascartón le revela al articulista cierto culebrón ocurrido en una casi centenaria pompa fúnebre local.
Estaba el muerto de cuerpo presente, como suele decirse. La Viuda observándolo de pie. Su mente vaya a saber en qué ineluctables pensamientos acerca del finado. De negro, La Viuda, como las típicas mujeres de antes. Porque es ella una mujer del siglo pasado. De cuando las abuelas llevaban luto algo así como diez años seguidos.
A los fines descriptivos, La Viuda anda por los sesenta pirulos. Y el finado bordeaba los setenta. Había sido lo que podríamos llamar un matrimonio consumado en la resignada pasión de la tolerancia. Lo que no significa que no hubieran padecido –como cualquier matrimonio- épocas conyugales tormentosas. Definitivamente clausuradas por la misericordia femenina.
Eso creía La Viuda hasta que a través de la puerta vio llegar a La Pichicata. Así la llamaba, con cierta despectiva sorna, desde el día que se enteró que la enfermera quería robarle el marido. Hecho que había ocurrido, exactamente, veinte años atrás. Nunca la había olvidado (“Soy mujer, ¿qué quiere?”, se excusó ante el articulista a la hora de ratificar la veracidad de esta historia). De modo que el velorio transcurría apaciblemente (sin la tortura para los deudos de pasar la noche en la pompa fúnebre, costumbre ya extinguida de los ritos mortuorios), cuando la vio venir. Maquillada como una puerta, describió, y con un vestido despampanante para la circunstancia y el lugar.
La Pichicata se acercó sin rodeos al ataúd. El Cristo de bronce crucificado en la pared, sobre la cabecera del cajón, fue testigo de un diálogo destinado a ocupar un alto sitial en el podio de los hechos funerarios lugareños.
La Viuda la miró con odio. Era la misma mujer que había estado a punto de quebrarle su romance eterno con el finado, que también había sido su gran amor y su primer y único hombre. La misma enfermera que lo había vuelto loco durante los tres meses en que él debió pernoctar en una austera habitación del Kaiku, desterrado de su casa, hasta que eligiera con cuál de las dos mujeres iba a quedarse por el resto de su existencia. La misma que lo había seducido, a partir de su noble oficio de enfermera, el día que lo internaron en la Chacabuco con una piedra en el riñón, aplicándole los calmantes mediante veinte inyecciones que le dejaron el trasero a la miseria, porque la mano de la enfermera, desbaratada por las pulsiones del amor, se había convertido en un instrumento de tortura, el pulso trémulo y los pinchazos temblorosos, que lo hacían llorar de dolor mientras ella le musitaba en voz baja aquella línea poética que él jamás habría de olvidar: “Si la enfermera no encuentra la vena es porque el amor la espera…”.
Se acercó La Pichicata al féretro, contempló el cadáver del hombre y luego levantó la vista hasta encontrarse con la mirada gélida de La Viuda. El finado, las dos veteranas y el viejito de la gorra amigo del finado y sentado a un  metro de la escena, componían el imperecedero cuadro de situación.
-Yegua, seguís siendo la misma yegua de siempre –gruñó La Viuda. Un odio que le venía del fondo del tiempo acompañó el silabeo de sus palabras.
-Respetalo al Tucho ¿querés? –le contestó La Pichicata.
-¿Respetar? Mirate, te atrevés a venir a mi velorio y encima vestida como una trola…
-No es tu velorio. Es el velorio del Tucho –corrigió la enfermera.
-¿Qué querés? ¿A qué vinistes? –le espetó, cortante, La Viuda.
-No tiene la medalla de la Guadalupe –dijo la enfermera hurgando en el cuello del finado.
-¿Qué medalla, yegua? ¿De qué hablás?
-La que le regalé el día que nos despedimos…
Entonces La Viuda se volvió loca. Le dijo que Tucho jamás había usado una medalla y menos de la Guadalupe porque él toda su vida había sido devoto de la Virgen María. Luego ambas mujeres se trenzaron en el fervor de unos insultos recíprocos hasta que estuvieron a punto de irse a las manos. Sobre el aire petrificado de la sala velatoria quedaron colgadas, como en el cordel de la ropa del patio, dos palabras brutales: puta y frígida, cuya violenta sonoridad parecieron despeinar el jopo aplastado del finado. El viejito de la gorra creyó oportuno terciar en la discusión. Apartó a La Pichicata del cajón, se la llevó por un pasillo y le hizo un café en la cocina. La mujer lloraba de manera histérica, es decir sin lágrimas. La Viuda, en tanto, se recostó sobre el borde del féretro y descargó una andanada de exabruptos en la cara lívida del finado.
El viejito dejó la cola del supermercado, miró al articulista, metió la mano en el bolsillo del pantalón y preguntó:“¿Cuánto cree usted que me pueden dar por la medalla en la joyería?”. Luego contó que su amigo, el finado Tucho, le había confiado el colgante con la imagen de la Guadalupe el día que decidió volver con su esposa, la última noche que pasó en el exilio del Kaiku. “Creamé que si le devolvía la medalla a la enfermera hubiera sido lo mismo que clavarle un puñal por la espalda…”, señaló con un romanticismo de otras épocas. El articulista evaluó la medalla. Era de oro. Y ahí nomás le dijo que hiciera dos cuadras sobre Rodríguez y entrara en un local que se llama Novecento.


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