sábado, 6 de abril de 2013

Francisco




Por Alejandro Pandra
Primero, la tremenda conmoción de la renuncia de Benedicto, de un papa que se hace monje monástico. Otras veces había ocurrido al revés en la historia, pero nunca hasta ahora un papa se había hecho monje.
Después el estremecimiento y la inconmensurable emoción de la elección de Jorge Bergoglio, de un papa villero, de un amigo de los pobres y los desamparados, de un papa americano y compañero. Y que todos los días a toda hora, en cada uno de sus pequeños-grandes gestos humildes y austeros, en sus palabras sencillas y directas que llegan al corazón y en su sonrisa serena y sincera que transmite confianza, ratifica con hidalguía esa condición y esa misión.
El soplo vivificante del Espíritu y el aliento movilizador de la esperanza recorren el mundo. Un entusiasmo genuino embarga a los pueblos del Nuevo Mundo. Baste recordar el profundo impacto que la coronación de Karol Wojtyla produjo entre los polacos y los europeos del Este.
Un apasionado lector de Dostoievski, Borges y Marechal. Que disfruta del fútbol y del tango. Uno de nosotros. Siempre cerca de los oprimidos y los dolidos, como los familiares de Cromañón y de Once -barrio de tragedias, si los hay-. En sus homilías, el arzobispo de Buenos Aires ya había revalorizado en forma permanente el sentido de la patria.
Por supuesto, siempre a contramano, algunos miserables mercenarios impunes y otros pseudo-intelectuales extraviados y miopes salieron pronto a descalificar a Bergoglio. Irremediablemente perdidos, confunden los intrincados pliegues de su ombligo con el ecúmene y la Creación. Reducen su visión de la religión a pretendidas categorías ideológicas y la vida convulsionada de la Iglesia contemporánea a la sucia lucha interna de sus comités partidarios. Se creen modernos solamente porque son hijos del tiempo. Pequeños y mezquinos, no conocen otra cosa y suponen que efectivamente ése es todo el universo.
Otros pretenden fijarle la agenda a una Iglesia dos veces milenaria en nombre de un progresismo mundano, banal y estúpido, reescribiendo los Diez Mandamientos y las sagradas Escrituras según el mandato caprichoso de la moda posmoderna.
En todo caso sí se trata de recuperar el ímpetu evangelizador y misionero, de terminar drásticamente con el terrible escándalo pecaminoso de los curas pedófilos, de condenar la complicidad en el blanqueo de capitales espurios, de reformar la burocracia corrupta de la curia romana y de combatir la secularización de la institución.
Y así como Juan Pablo II fue capaz de enviar un poderoso mensaje que ayudó a la caída del comunismo policial, el nuevo papa podría ser capaz de sacudir un orden económico capitalista cada vez más injusto. En efecto, en las últimas décadas, le ha tocado al papado levantar la única voz solitaria de denuncia al sistema de dominación mundial, en nombre del principio del origen y el destino universal de los bienes. Se necesitaba ahora un papa americano para encomendarle la tarea doble de convertir al continente de la esperanza en el gran escenario para el renacimiento de la fe cristiana y también para la recuperación de la justicia social. En este sentido, Francisco es un gesto en sí mismo.
El primer papa jesuita
El noble vasco Iñigo López de Loyola, capitán del tercio al servicio del virrey de Navarra, sufrió una grave herida en el sitio de Pamplona. Durante la convalecencia, se convirtió en capitán al servicio de Jesucristo, peregrinó a Jerusalén, compuso sus extraordinarios Ejercicios espirituales, estudió teología y en 1534, con sus cualidades de organizador y conductor de hombres, fundó la Societas Jesu [SJ], la Compañía de Jesús, una disciplinada orden que iba a influir decididamente en la renovación de la Iglesia, en la evangelización de América y Asia y en la posterior evolución del catolicismo.
Nada hay en Loyola que lo conduzca hacia la vida contemplativa. Se siente soldado de una causa y crea una orden no de monjes sino de guerreros de la fe. De hombres de lucha dispuestos a combatir con todas las armas lícitas contra los herejes. Es una milicia. Una milicia dotada de una vasta, meticulosa y precisa estrategia. Cada cual tiene su puesto: unos estudian ciencias, otros florecen en las letras, otros hacen historia, otros van a tierra de infieles a conquistar almas. Cada uno tiene su puesto y ese puesto no es un monasterio sino una trinchera, ese puesto no es lugar de contemplación sino de combate.
El eje de su mensaje es dual, ascético y místico, de cruzada y contrarreforma (o mejor, de reforma católica).
Las reducciones de indios iniciadas por franciscanos pero que los jesuitas llevarán al más alto grado de desarrollo entre 1585 y 1767 en nuestro territorio, constituyen el último capítulo de la epopeya de la conquista de América. Sobre todo en el gran Chaco hasta el Guayrá -donde alcanzó a instalar más de cincuenta poblaciones- la compañía ignaciana, en su doble carácter de milicia y misión, realizará el ideal de conquistar sin soldados, aunque con un coraje y heroísmo tan grandes como los de Cortés y Pizarro.
Son cuadros, preparados para organizar tanto la vida civil como la espiritual de unos ciento cincuenta mil guaraníes.
Correspondería que los argentinos supiéramos que debemos a la Compañía de Jesús nuestra apertura al viento del pensamiento y la civilización occidental y nuestra iniciación en la aventura del espíritu.
Es difícil señalar algún progreso en esta región durante esos años que no hubieran introducido los padres de las misiones. El sistema que establecieron es uno de los milagros de la historia. Consistía en un tipo de socialismo agrario, no compulsivo, de dirección paternalista, bien adaptado a la idiosincrasia guaraní. No sólo implantaron definitivamente el cristianismo entre los indígenas, sino que los organizaron social y políticamente y constituyeron con ellos la frontera caliente de la colonización española en la zona de fricción con el avance portugués.
En efecto, debieron hacer frente -desde la instalación de las primeras misiones- a las frecuentes invasiones bárbaras de los mamelucos paulistas, los “bandeirantes”. Esto obligó a los padres a constituir una milicia, que pronto hubo de convertirse en la fuerza militar mejor organizada y más aguerrida de la región, a la que debió recurrirse durante muchas décadas en todos los casos de peligro. En la ya olvidada batalla de Mbororé de 1641, en las costas del alto río Uruguay, el ejército guaraní de los padres aniquiló a los bandeirantes.
La “bandeira” que asoló a las misiones jesuíticas, más que un ejército, fue una organización aventurera, codiciosa, popular y privada. Cazaban indígenas para venderlos a los ingenios azucareros del litoral. El precio de un indio puesto en Río en 1628 era de veinte mil reis. En tres lustros apresaron a unos trescientos mil, entre la selva y la zona de las misiones jesuíticas.
Pero las misiones debieron soportar no sólo el salvaje acoso del enemigo externo y las penurias habituales de las pestes, sino también los permanentes conflictos con los regidores y funcionarios de Asunción… ¡y sus obispos!
Lo primero que hicieron los jesuitas es aprender a profundidad el guaraní y el quechua, idiomas sin ninguna relación lingüística con los que conocían. Y no fue un mero enseñar a recitar oraciones y el catecismo. Había que transmitir también un universo de categorías metafísicas con ejemplos groseros y consentir que se interpolaran a la teogonía cristiana elementos íntegros de la leyenda indígena.
Pero esos padrecitos corajudos creían en esos hombres, les hablaban no a su alelada fantasía sino de corazón a corazón. Espíritu de sacrificio, gran capacidad de adaptación, ínfula y potencia daban a su vida y a su prédica esos misioneros -insistimos, verdaderos cuadros- que se sabían portadores de la Verdad y la Fuerza.
Su labor lenta y fructífera ha sido puesta de relieve, entre otros, por Humboldt, sobre todo en relación a la técnica utilizada para penetrar la cultura cristiana española en el corazón del territorio quizá más reacio y difícil del mundo. Parece que más que una penetración, consistió en una compenetración en el más profundo sentido del término.
Esa geografía se dejó domesticar paulatinamente por la acción de los misioneros que, sin violencia y sin afán de oro, civilizaron cientos de tribus y las hicieron beneficiarse con una vida más segura, elevada y justa, brindándoles protección, libertad y alimento -material y espiritual-. Las reducciones, conducidas por un puñado de monjes, fueron comparadas con “los villorrios europeos más civilizados” [Humboldt].
Rara vez algún indio las abandonó mientras los jesuitas las gobernaban, y nunca mataron a ningún padre ni se sabe de un intento de rebelión. Es verdaderamente algo muy extraordinario entre las instituciones humanas. En medio de la selva paraguaya fueron una utopía en marcha, una nueva “polis” de salvación.
Así, Nuestramérica terminó siendo para siempre católica. Y María -que consuela, serena, enjuga las lágrimas y calma las pasiones- el centro de la veneración popular.
La llamarada inicial fue tan poderosa y tan fundadora de parabienes que otorgó un carácter indeleble al continente. De extremo a extremo se levantarán luego los emblemas de “pan y religión” de Pancho Villa y de “religión o muerte” de Juan Facundo Quiroga.
El primer papa Francisco
En el cónclave, el italiano Giovanni Battista Re le preguntó al argentino Jorge Mario Bergoglio:“¿Quo nomine vis vocari?” (”¿Con que nombre quieres ser llamado?”). El nuevo pontífice respondió: “Vocabor Franciscus” (Me llamaré Francisco). Este nombre adoptado no sólo significa una preferencia, también cifró su programa, reveló cómo será su pontificado.
San Francisco de Asís fue uno de los más grandes genios religiosos de la historia de la cristiandad, un hombre de la mayor originalidad que ejerció una profunda influencia en el espíritu del cristianismo y de la civilización occidental. El se aventuró más lejos que nadie en la búsqueda de una forma de vida puramente evangélica, de establecer un contacto personal inmediato con la fuente divina de la vida eterna para sencillamente seguir a Cristo tal como se reveló en el Evangelio.
Siempre se dedicó íntegramente a la causa de la unidad católica, de modo que el papado encontró en su orden un órgano ideal para la evangelización de las nuevas clases y de la nueva sociedad que estaba creciendo en las flamantes ciudades, fuera de los ámbitos tradicionales de la iglesia territorial feudal. Es significativo que el hombre que aseguró el reconocimiento de la nueva orden y su íntima relación con el papado, devoto admirador y amigo personal sincero del santo, fuera el cardenal Ugolino de Ostia, futuro papa Gregorio IX, el fiero conductor de la terrible y violenta lucha política contra Federico II y los Hohenstaufen.
Lo cierto es que la nueva orden se convirtió en un disciplinado cuerpo de élite bajo el comando directo del papado, un cuerpo internacional libre de toda obligación local y de cualquier interés privado. Los frailes, que viajaban al modo de los apóstoles, aguantando hambre, frío y desnudez, marcan el despertar de una conciencia mundial en Europa, señalan el apogeo del movimiento misionero y de esa unidad superpolítica que constituía el ideal de la cristiandad medieval. Además, determinan la liquidación de la “edad oscura”, y una nueva era que culminará pocos siglos después en el impulso expedicionario de Colón y Vasco da Gama.
Los legos analfabetos de la tradición primitiva llegaron a constituir una de las órdenes estudiosas que dominaron las universidades y adquirieron fama de filósofos y hombres de ciencia. Y sin embargo, a pesar de todo, el espíritu de san Francisco permaneció como fuerza creadora en la vida de su tiempo y aun la literatura y el arte debieron más a su inspiración que a ningún otro de sus sabios y cultos contemporáneos. Pero no obstante los cambios en el carácter de la orden, siempre subsistieron hombres que se mantuvieron fieles al espíritu de su fundador.
Y muchos siglos después, ahora un fraile de otra orden, buscó inspiración en el poverello de Asís. No hubo ningún lujo en el pesebre. Y en el dolor de la cruz fue redimido el mundo. Los mocasines rojos no sirven para esta hora, en que hay que andar esquivando los charcos de la villa.
Tenemos entonces un papa villero. Un papa compañero. Que Dios lo bendiga.
Dice la hagiografía que Francisco, el santo, cuando oraba un día en la parroquia de San Damiano de Asís, oyó la voz de Jesús desde el crucifijo que le pedía: “Repara mi Iglesia que está en peligro de derrumbarse, restaura mi casa… ¡Francisco, ve y renueva mi Iglesia!”.

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